GUARDIA
NACIONAL: CONSOLIDANDO LA MILITARIZACIÓN REGIONAL
En
1997, siendo el primer jefe de gobierno electo del entonces Distrito
Federal, Cuauhtémoc Cárdenas nombró a Rodolfo Debernardi como
director de la policía capitalina. Debernardi, de origen castrense,
contaba ya con un historial represivo contra militantes del PRD,
pero eso no importó para que se hiciera cargo de las tareas de
control de masas en la ciudad. A su vez, introdujo la sustitución
del aparato policíaco por militares, principalmente en Iztapalapa y
Gustavo A. Madero. Su política de seguridad se supeditó a la
política de sustitución civil por mandos y fuerzas militares y
paramilitares implementada por Ernesto Zedillo a lo largo del país.
Otros
gobiernos emanados del PRD en diversos estados y municipios,
continuaron con dichas medidas de sustitución.
Al
mismo tiempo, la Suprema Corte de Justicia avaló entonces la
militarización de la seguridad pública, primeramente en 1996 y
luego en el 2000, siendo entonces miembro de la misma Olga Sánchez
Cordero.
En
los albores del nuevo siglo, ya
siendo Jefe de Gobierno, Andrés López Obrador transfiguró el mando
militar importando a
su vez el programa
“Cero Tolerancia”
diseñado por Rudolph
Giuliani y caracterizado por sus violaciones en materia de derechos
humanos. López Obrador invitaría
a Giuliani hacia finales de 2001 vía Carlos Slim; como parte de la
reterritorialización de la ciudad de México y el control del centro
histórico de la misma. Se pagaron más de cuatro millones de dólares
por la consultoría. En líneas generales este programa se
caracterizó por incrementar las penalizaciones para
los crímenes menores, estrategias de choque y pulverización
de grupos de protesta, sometimiento de la policía a mandos y
disposiciones militares, dispersión de grupos considerados
indeseables para la nueva imagen comercial del centro histórico y
hacer punible a la gente en condiciones de calle. También se unificó
las funciones de policía preventiva de la judicial y la autorización
para la creación de policías paramilitares privadas.
Mientras
a nivel nacional se implementaba la
Convención de Palermo contra el Crimen Organizado, y Vicente Fox
pondría en operación acuerdos
conjuntos con
los Estados Unidos
para controlar su frontera sur, pasando los límites estratégicos de
ésta
del Río Bravo al Río Suchiate; a nivel local se supeditaba el
actuar de la policía a los lineamientos neoyorquinos. En sí, la
cuestión Giuliani
fue la forma de
pactar de los empresarios inmobiliarios
y de la construcción con López Obrador. Recursos para obras
públicas a cambio de territorios estratégicos. Por
eso, más que combatir la criminalidad, lo que se hizo fue una toma
de espacios públicos y
del suelo para
privatizarlos y
realizar nuevos desarrollos inmobiliarios.
Aunado
a lo anterior, se implementó el uso de tecnologías electrónicas de
control y vigilancia en los territorios ocupados. La tarea de
asegurar el control fue dada a corporaciones privadas de extracción
militar y entrenamiento norteamericano e israelí. A esta policía
eufemísticamente se le llamó Unidad de Protección Ciudadana. Cabe
recordar, que para ese entonces, Slim era el principal empresario
dueño de las tecnologías de la comunicación y vigilancia en México
y que para entonces había signado una alianza estratégica con
Microsoft y era uno de los principales aportantes del sistema de
control policíaco denominado CompStat.
La
policía entonces, lejos de combatir la criminalidad y garantizar la
seguridad ciudadana, se dedicó a ser parte del engranaje de
ocupación inmobiliaria
y garante de las inversiones.
Para
contener a los desplazados, Obrador recurrió a la corporatización
de los ambulantes y demás gente en condiciones de calle. Esta tarea
fue encargada a René Bejarano y Dolores Padierna. El PRD, hasta
entonces, no había logrado consolidar una estructura clientelar que
pudiera hacer frente a la del PRI, y esta era su oportunidad. Más
tarde, dichos operadores serían claves para la implementación de
ese mismo esquema en la fundación del Movimiento de Regeneración
Nacional. No recuperarían sus territorios y espacios, pero entrarían
en la mecánica de dependencia de los programas sociales. Pequeños
recursos a cambio de su reubicación. No entrarían a formar parte de
los megaproyectos para la ciudad (Los segundos pisos, los beneficios
turísticos del centro histórico, el reordenamiento del transporte
citadino que volvía a manos privadas),
pero se les ofrecía ser gestores de una insipiente fuerza electoral
que no estuviera ya supeditada al aún hombre fuerte del PRD,
Cuauhtémoc Cárdenas.
Marcelo
Ebrard sería el hombre del consenso entre los empresarios y López
Obrador para la ciudad de México, sin embargo; a nivel nacional, los
intereses norteamericanos, verían un carácter ambiguo e indeciso
para la implementación del Plan Puebla-Panamá y El Plan Mérida en
la figura de Andrés Manuel y optarían por un gobernante pusilánime
y nefasto, pero más útil para sus intereses en ese momento: Felipe
Calderón.
El
uso de la fuerza policíaca para la ocupación de territorios de
interés para desarrollos inmobiliarios y obra civil tendría su
punto álgido en los hechos ocurridos en Oaxaca y sobre todo Atenco, donde el ya candidato presidencial, López Obrador guardaría
silencio y distancia.
Durante
el gobierno de Felipe Calderón el
uso de los militares y la inclusión de la marina en tareas
policíacas se hizo más patente. El territorio mexicano se convirtió
en campo de guerra y México supeditó su soberanía a
las decisiones militares del comando Sur. A pocos días de iniciado
su gobierno enviaría al ejército a tomar el territorio michoacano,
gobernado por un débil perredista a fin a Cárdenas, como lo era
Leonel Godoy. De ahí en adelante, la estrategia para combatir la
delincuencia y definir la seguridad pública, pasaría por los
Acuerdos de la Iniciativa Mérida.
Las
estrategias delineadas en la Iniciativa Mérida ya habían probado su
accionar en Colombia y habían permitido al gobierno norteamericano
el control del trasiego de las drogas en la región sur del
continente. Ahora necesitaba colocar más armamento en el mercado
mexicano, controlar la migración indeseable desde la frontera sur
mexicana y no desde la suya, implementar el Plan Puebla-Panamá que
le daba el control de los recursos estratégicos de esa zona y
por último supeditar el mando policíaco-militar a las directivas
estadounidenses. De esta forma, la líneas entre seguridad nacional,
seguridad pública y seguridad interior fueron borradas existiendo
solo la seguridad militar transfronteriza.
Durante
ese periodo, López Obrador, lo que delineó en sus bosquejos de
proyectos de nación fue el presentar una versión “amable” que
fuera atractivo a los intereses estadounidenses, que suavizara la
línea militarista al mismo tiempo que ofrecía garantías para las
inversiones que interesaban al vecino del norte. Pero para ese
entonces, la tendencia en la política norteamericana era frenar la
injerencia china en los recursos energéticos del continente
americano, por lo que optó por apoyar al candidato que ofreciera una
vía rápida en el control del petróleo y la energía eléctrica y
ese fue Enrique Peña Nieto, ya que el tema era tabú dentro del
círculo perredista que aún controlaba López Obrador, dado que sus
orígenes tenían como prócer al hijo del general Cárdenas,
presidente de la expropiación petrolera.
A
pesar de ello, el PRD
rompería tanto con López Obrador, como con su fundador y votaría a
favor de la reforma energética. Cuauhtémoc Cárdenas realizaría
una insipiente resistencia, en tanto que López vería en ello una
oportunidad electoral única y daría paso a la formación de su
propio partido político.
Consolidado
el control energético, Estados Unidos volvería al tema del control
militar de México. Durante el gobierno peñanietista se crearía la
Gendarmería Nacional, la cual es el gérmen de la Guardia Nacional
hoy propuesta como reforma constitucional.
Y
así llegamos a la situación actual. El lopezobradorismo arguye que
el fracaso de la militarización de la seguridad pública se debe a
la ineficiencia de los mandos civiles encargados de implementarla;
pero por el
contrario, ha sido exitosa para los fines para los cuáles fue
diseñada.
Ver
a la militarización del país como algo ajeno a los intereses del
capitalismo regional y a las políticas de terror para el control
civil dictadas desde 2001 con la guerra en Medio Oriente e Irak es
ser por lo menos ingenuos. El modelo de ocupación militar en México
sigue las mismas líneas y políticas diseñadas en Irak: Sustitución
de los mandos civiles por militares, subordinación de estos al
comando regional norteamericano, privatización de la seguridad
pública y del sistema carcelario; uso de la policía
paramilitarizada para la ocupación de territorios estratégicos; uso
de tecnologías informáticas de control y vigilancia de la
población, creación en el imaginario colectivo de un “enemigo”
distractor (narcotraficantes,
terroristas) y
unificación de las fuerzas armadas.
La
iniciativa de Ley para la creación de la Guardia Nacional contempla
la continuidad de estas políticas y estrategias. Desaparece la
Policía Federal para crear una policía netamente militar, dando
carácter de constitucionalidad a la participación de elementos
castrenses en dicha
guardia. Adscribe como eje de dirección y articulación a los mandos
militares en el combate a la delincuencia en un espectro amplio (no
solo a la delincuencia “organizada”, sino a cualquier acto que el
gobierno y las leyes de él emanadas consideren delincuenciales, lo
cual incluye cualquier acto de resistencia civil). La iniciativa
apunta: “Estará
expresamente encargada de prevenir y combatir el delito en todo el
territorio nacional y dotada de la disciplina, la jerarquía y el
escalafón propios de los institutos castrenses...estará facultada
como auxiliar del Ministerio Público” (lo
que implica que los militares tendrán facultad para cumplimentar
órdenes de aprehensión, de cateo, e investigación)
y
“esté
adscrita a la Secretaría de la Defensa Nacional,
dado que “los
institutos militares nacionales son los únicos que tienen el
personal, la capacidad, el espíritu de cuerpo”.
También,
la iniciativa define a la seguridad pública como “una
función a cargo de la federación”
lo que quita o sobordina el ejercicio de esta función a cargo de los
Estados o municipios.
Como se puede observar, la
iniciativa crea un régimen de excepción, y es técnicamente un
golpe de Estado que se quiere convertir en constitucional.
El interés de López
Obrador es hechar andar el Plan Puebla-Panamá y cumplimentar el
control geoestratégico de los intereses norteamericanos en
territorio nacional. Proyectos como el tren Maya, el enlace
trasatlántico o el “desarrollo del sureste” son parte del citado
plan y no puede echarse andar sin un control militar previo.
De esta forma, López
Obrador implementa a nivel nacional lo que ya había esbozado en la
Ciudad de México: Desplazamiento territorial de los inconformes
afectados, control y
vigilancia militar de la ciudadanía, afiliación clientelar
electoral para aquellos que se supediten a su programa de gobierno.
¿Que esto implicará más muertes y violaciones de los derechos
humanos? Sí, pero garantizará las inversiones transsnacionales y
contendrá la migración indeseable para los estadounidenses. López
Obrador se convierte de esta manera en el mejor operador de las
directrices de Donald Trump para la región.
De allí, que dada su
necesidad de control y pensando ya en un proyecto transexenal,
otorgue a los militares el perdón y olvido. Tlatlaya, Acteal,
Atenco, Iguala, entre otros pasarán al olvido para el actual
gobernante y sus corifeos. Las ejecuciones extrajudiciales, las
desapariciones forzadas, las torturas, los
abusos de autoridad y la impunidad pasarán a tener el resguardo
constitucional. Esto es lo que implica la Guardia Nacional. Querer
mirar hacia otro lado, justificar lo injustificable, llamar a la
“unidad nacional”, a “tener esperanza y confianza” y creer
que porque es “una persona honrada y valiente el ejército no se le
saldrá de las manos, es convertirse en cómplice de las graves
violaciones a los derechos humanos que se avecinan con esta ley.
No en nuestro nombre.